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miércoles, marzo 22, 2006

Espíritus Vulgares y héroes


Cristo
Original de viajebeat.
¿Recuerdan las razones por las que fue crucificado Cristo?



Hay un hombre, aun joven y con valor, que luchó por sus ideales, que tal vez por la vehemencia de su juventud tomó el camino “equivocado” de las armas.
Hay un hombre que reflexiona sobre la historia que no se cuenta y se hace cargo de forma responsable de los errores cometidos.
Hoy ya no quedan héroes, los héroes han muerto, en realidad lo héroes nunca existieron, solo fueron imágenes creadas por nuestra esperanza de justicia y equidad.
Hoy, hombres verdaderos, valientes y responsables, admirables por su entereza, que pese a ser duramente derrotados, por su vehemencia e ingenuidad idealista, no dejan de ser, no pierden la esencia del espíritu pleno de esperanza en un mundo mejor.
Un mundo donde es posible cohabitar, donde no son necesarias las elites de ningún tipo, un mundo donde las riquezas no vienen del hambre y la desesperación de nuestros prójimos.
Un mundo en el que no sean los espíritus vulgares los que nos lideren, donde la experiencia del pasado nos invita a reflexionar, comprender, descubrir.

A continuación amigos el texto de autodefensa de Alberto Gálvez Olaechea, Un hombre, aun joven y con valor. Que para mi representa a toda una generación que hoy rema solitaria en un mar de espíritus vulgares, incluyéndome.

Alberto Gálvez Olaechea
Texto presentado el viernes 17 de abril en la Base Naval del Callao
ante la Sala Penal Nacional para casos de Terrorismo.




DEFENSA MATERIAL
Autodefensa

Ser o no ser, esa es la cuestión: si se demuestra mayor nobleza de espíritu al soportar los reveses de la mala fortuna, o al empuñar las armas contra un mar de dificultades y, al hacerles frente, acabar con ellas.
W. Shakespeare, “Hamlet”


El conocidísimo fragmento de Shakespeare que he usado como epígrafe muestra cuán antiguo y extendido es este dilema que recurrentemente han enfrentado individuos y generaciones a lo largo del devenir humano.
Ciertos peruanos, en distintos momentos de nuestra historia, también decidieron “empuñar las armas contra un mar de dificultades”. Sucedió con los “montoneros” de Piérola, que en 1895 derrotaron al ejército cacerista en durísimos enfrentamientos, dando inicio a la llamada “República Aristocrática”. Ocurrió con los insurrectos apristas de 1932 y 1948, cuyos sueños de justicia social fueron aplastados a sangre y fuego. Pasó también con los guerrilleros del MIR en 1965 y con el joven poeta Javier Heraud, quien “no tuvo miedo de morir entre pájaros y árboles”
Al referirse a la insurgencia armada de fines del siglo pasado, el padre Hubert Lanssiers, en su libro Los dientes del dragón, la califica de “imperfección de la caridad”; y ésta es, desde mi punto de vista, una de las definiciones más abarcadoras y sugestivas. Caridad, pues si algo hubo entre nosotros fue precisamente un compromiso e identificación plena con los sufrimientos y las esperanzas de los desposeídos y humildes; asumimos la política como un apostolado, una entrega total al ideal de justicia y solidaridad. Imperfección, porque asociamos estas aspiraciones justas al ejercicio de lo que consideramos entonces un camino necesario: el de la lucha armada, irrogándonos una representación que nadie nos concedió y autoerigiéndonos en voluntad justiciera de un pueblo que no había sido consultado.
Añade el padre Lanssiers, a renglón seguido, que si esta “caridad imperfecta” es equivocada y cuestionable, la indiferencia —que es la perfección del egoísmo—, es muchísimo peor. Y en esto último, quienes estén libres de culpa que tiene la primera piedra.
Dice el sociólogo alemán Max Weber que la política se orienta por uno de estos dos imperativos: la ética de los principios o la ética de la responsabilidad. La ética de los principios es aquélla que impele a las personas a entregarse de manera total al logro de sus ideales, sin escatimar esfuerzos ni sacrificios propios ni ajenos; añade que, por lo general, estos políticos llevan a sus colectividades hacia destinos inciertos y ajenos a los objetivos proclamados. La ética de la responsabilidad, por el contrario, supone un cálculo razonado de las consecuencias que nuestras determinaciones y nuestros actos desencadenan en la compleja trama de voluntades interactuantes que configuran una sociedad. En otras palabras: cuando la política se sobrecarga de ideología, los resultados suelen ser funestos.
A la luz de la experiencia, sólo nos queda admitir que nos sobró ética de los principios y nos falto ética de la responsabilidad.
En El Príncipe, Nicolo Machiavello afirma: “Ciertamente que es feliz aquél que armoniza su proceder con la calidad de las circunstancias; y de la misma manera, que es infeliz aquel cuyo proceder está en discordancia con los tiempos”. En esta “discordancia con los tiempos” reside, a mi juicio, el meollo de la explicación de la derrota del MRTA, al que algunos analistas han llamado “guerrilla tardía”.
Aparecimos cuando las circunstancias empezaron a tornarse cada vez más desfavorables: al derrumbe de la URSS y el llamado “campo socialista” le siguió la derrota electoral del sandinismo; internamente, la división de la izquierda legal (Izquierda Unida) y el agotamiento de las luchas sociales nos fueron aislando, agravado esto por el hecho de que el enfrentar a un gobierno democrático nos dejaba sin la superioridad moral indispensable para cualquier victoria revolucionaria. Como trágico colofón, como si no bastasen los errores propios del MRTA, éste tuvo que cargar también con los pasivos creados por el PCP-SL, una fuerza con mayor incidencia y gravitación.
Como ya he dicho ante esta Sala, la tragedia del MRTA fue el pretender ser una organización revolucionaria en una época que no era –al menos ya no era– revolucionaria. Al moverse en un creciente vacío social y político, muchas cosas se saldrían de su curso.
El coronel Aureliano Buendía, ese personaje entrañable de Cien años de soledad, que promoviera treinta y dos insurrecciones armadas y las perdiera todas, descubrió un día que era más fácil empezar una guerra que terminarla. Sucede que, con ella, la magnitud de los agravios aumenta, las heridas se amplifican, los rencores se maceran y, como alguien dijo, “el odio reemplaza a las neuronas”. Cuando la política se militariza, se desencadenan fuerzas y pasiones que se van tornando ingobernables y nos atraviesan a todos. Cuando los disparos cesan, quedan secuelas y heridas abiertas: las víctimas y sus familias, los vencedores y los vencidos, los miedos y las rabias; y lo que es más peligroso, una jauría de inescrupulosos que pretenden sacar ventaja y manipular las ansiedades y los temores colectivos para ganar posiciones en sus disputas políticas y periodísticas.
Cuando miro hacia atrás y examino los 18 años que ya llevo en prisión, tengo que señalar que lo más doloroso no han sido las torturas ni los maltratos que sufrí; tampoco lo es el estar separado de los míos —con todo lo que ello implica—; ni siquiera lo es el constatar que a ese pueblo, al que idealistamente ofrendé mi vida, le es indiferente mi destino. Lo más duro, lo verdaderamente doloroso, al menos para mí, es comprobar que nuestro sacrificio sirvió para que las fuerzas más oscuras y retrógradas de la sociedad nos utilizaran para legitimar sus proyectos antidemocráticos y sus fechorías, pretendiendo pasar a la historia como “héroes de la pacificación” y “salvadores del Perú”.
Esta intervención no puede concluir sin un reconocimiento de que nos equivocamos: si bien los fines fueron justos y nobles, erramos en la elección de los medios y extraviamos los caminos. Reitero mi pedido de perdón a quienes pudieran haberse visto afectado por mis actos, así como mi disposición a perdonar a quienes alguna vez me torturaron y maltrataron. Creo que éste es un tiempo de reencuentro y no de avivar rencores. “Hay un tiempo para cada cosa y un tiempo para hacerla bajo el cielo”, está escrito en el Eclesiastés.
No reniego de mi pasado ni de mis sueños. Formo parte de una generación que fundó sus rebeldías en su aspiración de justicia social y solidaridad. Quisimos cambiar el mundo y hacerlo ya. Estábamos llenos de impaciencia y urgencias impostergables. Primero alzamos los puños; y después, en los puños, las armas. No tuvimos en cuenta la advertencia de Bertold Brecht en su poema a los hombres futuros: “también la ira contra la injusticia pone ronca la voz”; “también el odio contra la bajeza desfigura la cara”. De este modo, “nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables”.
Ahora que este Tribunal se apresta a emitir una sentencia, me parece pertinente citar las siguientes palabras del señor Salomón Lerner, presidente de la desactivada Comisión de la Verdad y la Reconciliación: “[…] si la memoria para la dominación es repudiable, también lo es la memoria vindicativa. No se recuerda un episodio de violencia para convertirse en esclavos del pasado, sino para humanizar ese pasado terrible; […] para purificar su sentido. Por ello, esa memoria minuciosa de los agravios que se dirigen a motivar la venganza es, en última instancia, un sometimiento al pasado. Es una memoria que no libera, sino que aprisiona; que no eleva el pasado sino que degrada el presente. Los antiguos griegos enseñaron que una forma de alcanzar la libertad era romper el círculo fatal de la venganza. La memoria ha de servir para ello y no para encerrarnos en un ciclo infinito de agravios y represalias”.


Alberto Gálvez Olaechea
Establecimiento Penal «Miguel Castro Castro», Lima-Perú


Lima, marzo del 2006