
Cómo un árbol de Jacaranda, que sabe dar buena sombra y con esa sabiduría adquirida en el transcurso de tantos años.
Doña Olga y su perfume de alegría, nos reunieron para festejar a su hijo Raúl, que una vez más la emociona con un importante reconocimiento que le hace Francia.
Con movimientos lentos y con una gran dulzura encabezó la mesa.
Nombrándonos uno a uno, nos hizo sentir parte de una gran familia, parte de una corte de damas y caballeros que cada cierto tiempo converge en un mundo donde los sueños son el eje de una realidad sincera, que con ojos desnudos observan el paso del tiempo.
Ceviche y Ají de gallina fueron el aderezo para nuestro encuentro.
Como en los mejores tiempos, nos reunimos en la mañana y cocinamos con Doña Alda y Sarita, la sala de maquinas funcionó a todo vapor, con ayudantes extras que entraban y salían.
Mientras los comensales llegaban uno a uno con flores para festejar a quien, en ningún momento dejo de creer en el llamado que el arte y el pensamiento le hacían a su hijo.
Recordamos también a Don Ernesto, que con un poco más de dudas se las arregló para convencer a sus amigos marinos de crear una productora de cine que permitiera hacer Tres Tristes Tigres.
Y aunque para aquella época yo no había nacido, ahora como con una maquina del tiempo, los recuerdos de Doña Olga se hacen mis recuerdos y le agradezco el privilegio de invitarnos a evocar.
Sonó el teléfono justo cuando se levantaban las copas para el salud de honor, Raúl como invocado, con el don de la ubicuidad que ya lo caracteriza, llamaba desde París.
Con una astuta sonrisa y brillo en los ojos Doña Olga, como descubierta en una gran travesura, pasó nuevamente lista, mientras aplaudíamos todos creando un puente de amistad que cruzó en milésimas de segundo el océano Atlántico.